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viernes, 13 de enero de 2012

“Chester, lo que se hace por amor, nunca es pecado”



La Chester fue vecina de la Virgen del Rosario hasta que murió. Cuando dejó el trabajo de tantos fríos de madrugada vendiendo tabaco en la Campana se quedó en ese piso, bueno, lo que fuera, de la calle Alberto Lista. La casa, con inquilinos, la compró Montesión y mantuvo el compromiso de respetar los alquileres hasta que la ley de la vida dejara vacíos los habitáculos que aún permanecían ocupados. En sus últimos años La Chester apenas salía. Tenía las piernas fatal. Murió en noviembre de 2009 asistida por la hermandad de Montesión. A ella le dedicó Antonio Burgos un memorable artículo a los pocos días de su fallecimiento.
Se llamaba Emilio Aguilar, pero era la Chester, la mariquita que después de bailar en las boîtes de la Sevilla golfa y clandestina de la dictadura se puso a vender tabaco americano en la esquina de la Campana con la calle Carpio (ahora Rafael Franco) hasta que la salud la dejó ni para vender cerillos. Cuando se acostaba le rezaba a su vecina entronizada algo más allá de la pared de su dormitorio. En ese diálogo le contaba sus cosas y sus recuerdos; los de aquellos Jueves Santos en los que sentía sana envidia de las mujeres que se enseñoreaban con la mantilla y con sus acompañantes se iban a visitar los sagrarios. De flamenca en la feria vale, pero de mantilla no que la Semana Santa es una cosa muy seria.

A veces la Chester lloraba cuando le contaba a la Virgen las cosas de aquel amor imposible que la tuvo tanto tiempo a medio morir. “Acuérdate de la gente diferente, Madre mía, que no sufran ahora lo que he sufrido yo…” A él, al que lo trajo a medio morir le daba cosa salir con Emilio a ver cofradías. Era de la Macarena. Aprovechaba el jueves santo para buscar esquinas escondidas donde ver los pasos; rincones de la Plaza de Pilatos para los Negritos; fuentes de San Leandro para Santa Catalina, estrecheces de San Gregorio para la Victoria que entonces vivía en la Fábrica de Tabacos de la calle San Fernando y una esquina de la Magdalena para la Quinta Angustia. Después, él se iba a vestirse. Se despedían en secreto. Horas después, Emilio se convertía en la Chester y cuando el Valle entraba en el Santo Ángel, él cogía su silla y la plantaba en la esquina de siempre porque en la madrugada hacía una de las mejores cajas de todo el año.

Envuelta en la toquilla y con el canasto colocado en la el borriquete de tijera esta noche no voceaba su mercancía. Callaba cuando venía El Silencio, rezaba cuando aparecía el Gran Poder, lloraba cuando pasaba la Macarena, se acordaba de los suyos cuando cruzaba el Calvario, sonreía al llegar la Esperanza de Triana y pedía por su salud cuando con las claras del día y con una Campana entonces medio vacía surgía desde el Duque el Señor de los Gitanos. Con la bolsa de las monedas llenas y la caja de tabaco vacía salía de su lugar de trabajo y se iba a casa pero esa mañana no era para dormir. Iba a quitarse esas pintas, iba a vestirse de Emilio para buscar a la Macarena por la parte del Mercado. No sabía dónde iba, ni en qué tramo, ni si en la fila derecha o en la izquierda, por no saber ni sabía si se vestía de verde o de morado. Pero a ella le gustaba estar allí e imaginar que aquel nazareno que la estaba mirando y que le hacía así con la mano era él. Y si no era ese sería el otro o el otro o el otro, porque hay que ver la cantidad de nazarenos de la Macarena que la saludaban. Serían que todos le habían comprado tabaco en las madrugadas de la Campana. Aquel amor secreto terminó, se casó y tuvo sus niños. Pero la Chester, mientras pudo se acercaba al mercado cada mañana de Viernes Santo para ver a la Macarena. Aguantaba la guasa de algunos armaos, buscaba entre los antifaces morados y verdes los ojos que nunca supo olvidar. Menos mal que al final llegaban esos ojos negros y grandes de la Esperanza que ya con el sol alto se convertían en el mejor bálsamo para las heridas del alma.

Esa esperanza era la que la hacía regresar todos los Viernes Santos al mismo sitio donde soñaba con encontrarlo algún día. Y si no era este año, la Esperanza le servía de bastón sobre el que apoyarse durante los doce meses que duraba la nueva espera. Un día ya no pudo ir. Las piernas le fallaban y ya le tenían que ir por las medicinas y por los mandados. Su semana santa quedó limitada a la radio, a la tele y a pegar la oreja al cabecero de su cama que daba pared con pared con el camarín de la Virgen del Rosario. Desde allí escuchaba la salida de la hermandad vecina y la entrada aunque esta le cogiera ya en duermevela. Y cuentan que mientras duró este encierro hasta que dejó este mundo, jamás hubo una mañana de Viernes Santo que no se arreglara, se sentara compuesta en la cama para escuchar pasar los nazarenos de la Macarena y sentir llegar a la Esperanza. ¿Seguirá saliendo? ¿Habrá fallecido y yo sin saberlo? ¿Estarán sus hijos por ahí? ¿Se parecerán a él? Notaba como se iba la Virgen. “Bueno, hasta el año que viene si tú quieres que esté aquí” Esa noche y la siguiente y la siguiente a la hora de dormir iniciaba su diálogo de vecina con la Virgen del Rosario. Le contaba sus cosas, su historia y sus dudas. ¿Es pecado Madre mía? Ella escuchaba desde el otro lado de la pared siempre la misma respuesta: “Chester, lo que se hace por amor, nunca es pecado”

Francisco José López de Paz.

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